miércoles, 19 de enero de 2011

Chofer sin caramelos

Ficción

El hombre era chofer. Manejaba un colectivo de una línea identificada con 3 dígitos decimales, todos distintos, dos de ellos mayores a cinco. Vehículo pintado de ese color tan asociado a los autos italianos. Transitaba a lo largo de la avenida empedrada de un bulevar, sólo hasta que dobló. La nueva calle ofrecía una vieja carpeta asfáltica.
El colectivo rojo hacía todo lo que hacían los colectivos. Paraba cada dos cuadras dejando bajar y subir pasajeros. Arrancaba con impaciencia, sin dejar que la gente suba del todo. Cuánto, preguntaba el chofer, una y otra vez. Venía el momento del sacrificio. Uno a uno, los pasajeros, depositaban en una máquina sus monedas, esas que tanto les había costado conseguir. Eran épocas de escasez de dinero metálico.
A dónde terminarán todas esas monedas, se pregunta el pasajero del fondo. Pensó que en aquellos tiempos, haciendo caso a eso de que el tiempo es dinero, con los esfuerzos que había que realizar para conseguir monedas, robar el contenido de una de esas máquinas sería sin duda un golpe millonario. Ahí nomás planificó su próximo asalto.
Pero esta no es la historia del pasajero del fondo, es la historia del colectivero. Y justo en ese momento, habiéndose encendido el semáforo en rojo, el chofer detuvo el vehículo y salió en dos pasos y un salto. Se acercó a un kiosco. Pidió unos caramelos. El señor de las golosinas lo miró con desconfianza, confirmó su temor cuando vio el billete. Inmediatamente, movió la cabeza. No tengo monedas, le dijo.