jueves, 10 de febrero de 2011

Presencia natural

Percepción

Pasan años y años. Y uno se acostumbra a vivir en una ciudad tan grande y alejada de lo natural como Buenos Aires. Una ciudad en donde la fauna autóctona son los taxis, los colectivos y una incontable cantidad de peatones que presentan ciertos comportamientos suicidas al cruzar la calle. Una ciudad en donde las características del terreno son las del asfalto y el cemento, y donde hay tierra o pasto sólo como consecuencia de la artificialidad. Un asentamiento urbano que creció como pudo, hacia todos lados, incluso hacia adentro del río.
En pleno siglo veintiuno, la ciudad eclipsa todo paisaje natural, con excepción del río. Único lugar en el que puede verse un horizonte limpio. Plano. El único lugar desde donde se ve como el cielo y la tierra se tocan. Muchos podrán decir que Buenos Aires tiene lindos lugares, pintorescos. Pero difícilmente puedan decir que tiene lugares en los que el hombre no haya metido mano.
Quizás sea por todo esto que oír truenos me gusta tanto. En ese momento en que el cielo se viste de negro y los rayos iluminan y los truenos aturden, cuando después de que litros y litros de agua que se precipitan desde el cielo inundan calles y mojan todo, la naturaleza vuelve a imponerse sobre el hombre. Porque no importa cuántas hectáreas se le ganen al río, el cielo lo construye adonde quiera.
Pero la naturaleza no sólo se presenta en las tormentas. Tiene otras maneras, más sutiles y curiosas. Yo estaba en ese colectivo que bordea los lagos de Palermo, tan artificiales ellos, contorneados por árboles y palmeras que no vinieron solas. Pensaba que no importaba cuánto se esforzara el hombre por recrear lo natural, no alcanzaba.
Y ahí estaban los gansos. Un montón de graciosos animales blancos, que migrando de un lugar a otro, siempre deciden descansar en Palermo. Nunca sabremos si realmente les gusta este lugar o es el único que tienen. Lo cierto es que deciden cruzar la calle en busca de una sombra. Y el colectivo frena, esperando que crucen, con suma paciencia. Otra vez la naturaleza prevalece.
Ni el más necio de los hombres podría dejar de reconocer en esos gansos un extraordinario poder. Porque tan solo cruzando la calle, de la manera más desinteresada, consiguen detener un colectivo. Un colectivo que nunca se detiene, ni cuando tiene adelante un considerable número de peatones.