miércoles, 25 de noviembre de 2015

Levantando la heladera

Ficción

La policía entró a la fuerza en la casa del carnicero asesinado por Adrián. Los vecinos denunciaron haber oído un ruido terrible. En realidad no habían escuchado nada, pero cuando la mañana de ese claro viernes de noviembre nadie abrió la carnicería, se impacientaron. Decenas de asados corrían peligro de no poder existir el fin de semana.
Como la luz de la cocina estaba prendida, la policía supuso que la muerte del carnicero había ocurrido la noche anterior. No había sangre en el suelo. La cara ya pálida del cadáver daba a entender un último deseo insatisfecho. ¿Cómo podía haber quedado abajo de la heladera?
Cuando después de varias horas de trabajo se llevaron el cuerpo a la morgue la heladera quedó a un costado. Nadie le prestaba demasiada atención. Los detectives intentaban imaginar cómo el asesino, quizás uno de estos veganos fundamentalistas, había podido aplastar a la víctima con la heladera.
Entonces pasaron dos cosas al mismo tiempo. Un policía se dio cuenta de que tenía hambre. Tomás tocó el timbre. El policía decidió abrir la heladera. Tomás preguntó por el máximo responsable. El policía intentó abrir la heladera sin éxito. El mejor detective de la historia de la literatura le explicó al subcomisario por qué pensaba que el carnicero era una nueva víctima del asesino de los refranes.
Segundos más tarde corrían juntos hacia la cocina, justo después de escuchar un desesperado pedido de auxilio. El oficial hambriento había conseguido esquivar la muerte, tenía muy buenos reflejos. Aunque le quedaron aprisionadas las piernas.
Esta puerta está trabada. Me tiré la heladera encima, se quejó. Cuando la heladera estuvo nuevamente de pie y mientras un médico atendía el peroné del oficial, Tomás se acercó al enorme electrodoméstico. Intentó abrir la puerta sin éxito. Pensó un poco. Hizo un poco de fuerza hacia arriba y probó de nuevo. Finalmente, las cervezas del carnicero eran libres.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Línea aérea

Ficción

Hace ya varias semanas que Gabriel está en Buenos Aires. Su trabajo en el noroeste argentino resultó parcialmente infructuoso. Después de sacar la última foto en Salinas Grandes viajó hacia el sur por la ruta 40, escapando de la policía. La parte positiva es que las fuerzas de seguridad no pudieron identificarlo. Además, cuando constataron que los daños que había sufrido el paisaje no eran permanentes, dejaron de preocuparse en encontrarlo.
Parcialmente infructuoso decía porque si bien alguna de las fotos de los paisajes intervenidos que tomó son absolutamente increíbles, no puede publicarlas en ningún lado. Digamos que puede publicar una y decir que estaba de casualidad en El Shincal cuando un loco pintó las pircas, pero nadie le va a creer el haber estado en el lugar justo en el momento indicado todas las veces.
En la ciudad su estética no tiene mucho lugar. Casi siempre hay gente mirando. Ahora hay cámaras de seguridad. No es fácil intervenir el paisaje urbano sin ser detectado. Así que por estos días luce aburridísimo. Hasta abatido.
Se acaba de acordar de algunos de los consejos de su profesor de fotografía. La luz y el movimiento se pueden usar para dibujar, le había dicho una vez. Y aquí está ahora Gabriel Click, en el balcón de su departamento. Mirando hacia el norte. Armando el trípode mientras el sol se esconde atrás de un horizonte que por culpa de los edificios no puede ver.
Le gustaría poder hacerle bigotes a las caras de los carteles, o pintar las ventanas de algún edificio de colores, pero desde el balcón no puede. Así que mira el norte desde el balcón. Ya tiene su cámara montada en el trípode y no para de apretar botoncitos. Modo manual, foco manual, una longitud focal de 55 milímetros. Y entonces nos damos cuente qué es lo que está esperando.
La trayectoria de aproximación al aeropuerto metropolitano pasa justo por detrás de un edificio ubicado a unos 150 metros del balcón. Cuando se alcanzan a ver las luces de aterrizaje de un avión de cabotaje, se prepara para disparar. Click. Se oye un ruido y unos segundos después, justo antes de que el avión se esconda atrás del edificio, se escucha otro igual.

Esta vez estoy en una ciudad. Me doy cuenta por los edificios. Tuve el ojo abierto como diez segundos. Hubiera podido contar las ventanas iluminadas si no fuera porque un pequeño grupo de luces se movía continuamente.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Máquina

Ficción



El microcineasta argentino Rubén Film volvió a mostrar de lo que está hecho. Su nuevo microfilm es una clara muestra de cómo se puede concentrar en sólo unos segundos una tremenda cantidad de absurdo y ridiculez. La película, proyectada esta vez justo antes de la última película de Spielberg en un cine de la ciudad, logró confundir a gran parte de la audiencia.
Como siempre, la gente común, pensó que lo que estaba viendo era otra publicidad de esas que molestan antes de la función. Pero quizás Máquina haya conseguido capturar la mayor parte de la atención de los presentes.
Film no es un artista que de tiempo a pensar. Sus obras resultan muy breves, sobre todo para el público que distraído se pierde la primera mitad. Máquina se construye a partir de un pequeñísimo número de tomas de una máquina de coser y la brillante actuación de un par de manos cuya dueña se desconoce (parecen ser de mujer). Usando grandes aperturas el director consigue una profundidad de campo muy corta. Hecho que revela una filmación cercana, probablemente con cámara en mano.
No es fácil llegar a una conclusión frente a una película tan breve. Sin embargo, puede destacarse la calidad fílmica y la sutil banda sonora, que evoluciona aún en el corto tiempo que tiene, hacia un final concreto y seguro. Construida a partir del sonido de la misma máquina de coser que llena de color la pantalla, superpone sus ruidos de una manera estéticamente bien resuelta. Incluyendo un juego entre parlantes muy entretenido. Uno imagina la máquina dándole vueltas.
Pensé que la película no pretendía más que ocupar el tiempo, pero cuando consulté al desconocido cineasta, quien estaba sentado entre la gente con una boina para no ser reconocido, me comentó la valiosa intención de criticar a los talleres textiles clandestinos. Es horrible que exista esclavitud todavía, se quejó. Yo ni lo hubiera imaginado.