viernes, 11 de febrero de 2011

La creación

Ficción

La habitación es pequeña, aunque quizás sea poco preciso decirle así. En las paredes del taller, muy cercanas una de la otra, puede oírse el tímido rebote de un sonido. El sonido de una herramienta que acaricia un pedazo de madera. No se trata de un carpintero. La mano que trabaja con una serenidad meditativa, pertenece a un artista. Un hombre que desde hace años, aún sin ser viejo, le permite a los restos de un árbol, resonar y comunicarse con el mundo.
Andrés es más joven de lo que piensan, y el taller es todavía más chico de lo que se imaginaron. Pero el arte no depende de la edad del genio ni de las comodidades de las que disfruta. Así que en este rincón barrial de Buenos Aires, está por ocurrir un milagro. Andrés está retocando la tapa de una caja de madera, con muchas curvas. En cualquier momento, ese cuerpo pequeño, que se extiende más allá de su contorno con otra de sus piezas, dejará de ser una caja.
El artista continúa acariciando la tapa. Mira con atención, de lejos, de cerca, dejando que la luz le muestre las irregularidades de la superficie. Contempla las curvas que dibujan aquella pieza, que sin alejarse mucho del plano, se presenta en las tres dimensiones. Es ahora cuando se acerca el milagro. Andrés no lo sabe, aunque quizás se lo imagine. Una escasa cantidad de viruta cubre la madera sin dejar que el artista sepa de la evolución de su trabajo.
Entonces Andrés inspira, ni mucho ni poco aire. Lleva con sus manos la caja hacia su boca, y con la cabeza su boca hacia la caja. No se encuentran en el medio, sino en ese proporcional espacio que corresponde a la sección áurea del recorrido. Sopla. Eso es todo lo que hace. La viruta huye resignada, sabiéndose ahora un desperdicio. El artista observa su obra. Sonríe.
El violín nace justo en este momento. No sabe quién es, pero se lo pregunta. El milagro está hecho. Ahora, en el espacio que abrazan las paredes del taller de Andrés, ya no hay ninguna caja.