jueves, 29 de marzo de 2012

Larga distancia

Ficción

Un señor cualquiera iba caminando por la calle, cuando un hombre orbitado por misterio le dijo algo terrible. Disculpe señor, pero lo voy a matar. Lo dijo con tranquilidad. Con una serenidad que hacía ver que no podía tratarse de una falsa amenaza. El destinatario de este mensaje macabro se asustó, pero al ver que el miterioso sujeto se quedaba quieto, se fue tranquilizando a medida que se alejaba.
El señor se subió a un colectivo. Y fue haciendo gimnasia. Es que los choferes de Buenos Aires siempre aceleran y frenan a lo bestia. Obligando a los músculos del brazo a tensionarse de manera intermitente. Podríamos hablar mucho sobre los choferes y lo mal que manejan, pero estamos leyendo esto, ustedes y yo, porque yo no puedo evitar leer mientras escribo, para conocer la historia de este señor, quien acaba de ser amenazado de muerte.
Por suerte, leer es más rápido que cruzar la ciudad de los piquetes. Recién, el señor bajó del colectivo y dobló en la esquina. Ahora camina hacia el oeste, con celeridad. Es un tipo muy atento, siempre mira hacia ambos lados antes de cruzar. Lo que no vio todavía es una sombra que está a unos 50 metros por delante de él. Es la sombra de un hombre. Nosotros, mirando a través del árbol que le sirve de escondite, reconocemos inmediatamente al hombre orbitado por misterio.
Cuando el señor alcanza el árbol, en seguida se da cuenta de que a su lado, parado de manera muy elegante, está el hombre que lo amenazó, como a ocho o nueve kilómetros de distancia. El asesino se acerca con una daga en la mano derecha y la introduce en el tórax de la víctima. Sale mucha sangre. Aún más sangre.
Cuando la policía llegue al lugar encontrará una nota pegada con cinta adhesiva a la nariz de la víctima. Del dicho al hecho, hay mucho trecho. Una vez más, ha matado el asesino de los refranes.