lunes, 7 de febrero de 2011

Revelación

Ficción

Él había vivido toda su vida sin darse cuenta de nada. Creció rodeado de amigos normales, y siempre pensó que entre ellos y él no existía ninguna diferencia. Cuando alcanzó la adolescencia no se sintió atraído por las salidas nocturnas, pero cuando una vez accedió a acompañar a sus amigos a un boliche, volvió a tener esa sensación que tenía al aplaudir.
Aturdido por la música, sintiendo como el tórax vibraba al compás de las gravísimas notas de descomunal potencia emitidas por un parlante casi tan grande como él, Leonardo pudo ver el mismo espectáculo que siempre presenciaba al chocar sus palmas. Esa luz intermitente hacía que todo el mundo pareciera moverse por capítulos.
Mientras volvía a su casa discutió el tema con uno de sus amigos. Le preguntó qué le parecía ese raro efecto de movimiento convulsivo. Cuando le preguntó si veía lo mismo al aplaudir, la cara de extrañeza que puso su compañero fue tan exagerada, que Leonardo prefirió dar por terminada la cuestión. Por varios años no hizo más preguntas.
Ya más grande, con dieciocho años, una chica muy bonita lo invitó a un concierto sinfónico. Leonardo nunca había ido a un espectáculo parecido, pero la chica era muy bonita. Él no lo sabía, pero siempre, por comodidad muscular o casualidad numerológica, había aplaudido un número de veces par. Cuando terminó el primer movimiento de la cuarta sinfonía de Schumann y aplaudió entusiasmado, sufrió la reprimenda de dos mil espectadores, sordos casi todos ellos, pero acostumbrados a escuchar las grandes formas de corrido. Leonardo, asustado con el resoplido humano, cortó su aplauso de inmediato. Por primera vez en su vida, aplaudió una cantidad de veces no divisible por dos.
Notó algo extraño. El segundo movimiento no empezaba nunca y el silencio era demasiado silencioso. Nadie se movía. Que el público permaneciera quieto podía ser posible, pero no que nadie respirara. Se sintió profundamente incómodo. Se miró las manos con miedo. Chocó sus palmas con timidez. Y así fue como al ver que todo volvía al movimiento, Leonardo supo que en sus manos, tenía la posibilidad de detener el tiempo.